Un largo camino que hay que recorrer; desde ahora hasta el fin.

lunes, 13 de febrero de 2012

Cambios y añoranza.

No era ningún secreto que amaba la Jara con todas sus fuerzas. Y, un día más, a cualquier hora, cualquier día, se sintió arropado por su calor una fría mañana de invierno. Estar tanto tiempo inactivo te hace sentir en la inopia, desubicado, desorientado, mas no sentía nada de eso si se encontraba observando aquel sol de medio día en su paraíso particular.

Había varias cosas en su vida que no lograba comprender. Llevaba mucho tiempo perdido, pensando en demasiadas cosas que le carcomían por dentro. Se podría decir que había tenido tiempos mejores. Sin embargo, en aquellos dos años de despreocupación algo había ocurrido en su interior, algo había cambiado. “¿En qué momento –pensó- dejé de ser débil?” Era cierto, siempre se había sentido vulnerable en cuanto a sentimientos. Siempre había respondido “mi corazón” a la pregunta de cuál era el mayor de sus defectos. ¿Es que había dejado de ser aquel chico sensible, vulnerable y enamoradizo que, no mucho tiempo atrás, habitaba en su cuerpo?

Se sentó al borde de aquel pequeño puente que había atravesado en innumerables ocasiones y recordó como soñaba volar sobre la sucia cuneta que bajo éste había. Todo había cambiado mucho desde aquellos tiempos, pero aquel lugar aún le emocionaba como si de un niño se tratara.

Encendió un cigarrillo.

¿Era eso la madurez? Lograr clasificar y desechar sentimientos, ¿era la madurez? No lo sabía. Ni le importaba. Se sentía tan sumamente feliz con aquella fortaleza que prefirió no pensar demasiado en ello, como si sobrevolarla demasiadas veces pudiese derrumbarla.

Miró hacia abajo y observó con detenimiento los hierbajos que salían de la oscura tierra y recordó una bella frase de su tío, con el cual había crecido muy cerca de allí. Podía verlo, allí tumbado, en el colchón hinchable, en la azotea, observando el cielo estrellado (no hay contaminación lumínica en la Jara). Era aquello todo lo que amaba: el cielo, el sol, las nubes, las flores, los árboles, la playa, la sensación de libertad, de una felicidad simple pero gratificante. Jamás se había sentido identificado con la ciudad y sus frías calles, los semáforos, los escaparates. Ni con su casa y su exceso de tecnología. No era hombre de cabeza y modernidad, lo sabía. Era hombre de campo y corazón. Aquel aire limpio le inspiraba felicidad.

Le sonó el móvil. Lo sacó de su bolsillo y, como de costumbre, lo silenció y volvió a guardarlo. “Maldito trozo de plástico. Jamás he visto nada más lejos de la verdadera esencia del ser humano”, pensó.

Un hombre de edad considerablemente avanzada pasaba por delante de sus ojos, montado en una vieja bicicleta de color rojo. Recordó sus paseos en bici por todo el lugar, que siempre finalizaban con un revitalizante baño en la playa.

¿Por qué se sentía tan seguro de sí mismo? Pensó que quizás, en unos días, semanas o meses, esa sensación pasaría y volvería a ser ese sensible ser de duro cascarón. Su vida era una montaña rusa y debía aceptarlo.

Deseó con todas sus fuerzas que llegara el verano. Pronto. “El verano, el verano y ya luego… ya luego veremos. Ya luego veremos”, pensó en voz alta.

Volvía a sonar el maldito móvil. Debía volver a su casa. No se lamentó de ello, pues sabía que muy pronto volvería a aquel lugar. Cerró los ojos, respiró y pensó en lo estúpidamente feliz que se sentía. “¿Es que algo grande está por llegar?”.

De nuevo el maldito timbre de llamada de su Blackberry.

Volvió a cerrar los ojos y vio aquellos labios arrugados, aquellas temblorosas manos que apretaban las suyas con fuerza.

“La vida es bella. Se es feliz hasta viendo como crecen los hierbajos de la cuneta”. “Claro que sí, tito. ¡Por supuesto que sí!”.

1 comentario:

  1. Yuste, he pensado...
    Que si tengo hijos, quiero que tú seas el padrino. Pero sólo si no te mandan antes a Azkaban. EEEH EEEH ¿Lo pillas? Qué friki soy.
    No, en serio.

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