Un largo camino que hay que recorrer; desde ahora hasta el fin.

domingo, 29 de enero de 2012

¿Era el momento ser valiente?

Sus ojos ocres eran el camino a seguir. Su propio lazarillo, su luz al final del túnel.

No habían sido unos buenos meses, la inseguridad y la falta de determinación le habían sumido en un profundo estado de incertidumbre que le cubría como una gran capa de lodo de la cual no era capaz, siquiera, de asomar la cabeza. No era tristeza lo que sentía. A menudo recordaba unos versos de Antonio Machado, poeta que acostumbraba a releer frecuentemente. Le evocaban su feliz infancia en el campo. ¡Qué sencilla y placentera sentía su existencia por aquellos entonces! “Y una triste expresión, que no es tristeza sino algo más y menos, el vacío / del mundo en la oquedad de su cabeza”.

Contempló sus manos lentamente. Nunca se había parado un segundo a mirarlas. Eran unas manos fuertes, rebosaban vitalidad. Unas manos que invitaban a la actividad, al brío, la alegría. Y el mayor peso que durante una temporada soportaban no era más que unos míseros gramos que pesa un cigarrillo. Y recordó otro verso de Machado. “Sólo el humo del tabaco simula algunas sombras en su frente”.

¿Es que había perdido la batalla? ¿Había sucumbido ante la desidia, la desilusión? ¿Qué había perdido? O, en cambio, ¿estaba ganando algo?

Se sentía agobiado. ¿Sabéis esta ansiedad que produce el no salir de casa durante todo el día, esa extraña sensación de hiperactividad? Decidió subir a la azotea a fumar un cigarrillo. La noche era oscura y el cielo claro.

Observó los edificios que le rodeaban, el Castillo, iluminado, al fondo, la playa. Él, pensaba, que había caminado por su corta vida siempre rápido, sin parar un segundo, con la cabeza tan alta que era incapaz de, siquiera, intuir cuanto ocurría a su alrededor. De repente, se sintió débil, inofensivo. Su ego se había esfumado como por arte de magia. Su gran ego, tan milagroso como peligroso, le abandonó durante unos instantes. “Hijo de puta, ¡que yo también tengo frío…!” Pensó, esbozando una frágil sonrisa. Volvió.

Entre tanto fluir de pensamientos, sentimientos y emociones banales y carentes de importancia, volvieron a surgir esos ojos. Esos ojos. Jamás había estado seguro de algo. Jamás había puesto la mano en el fuego más que por sus amigos y sus ambiciones de artista. No podía estar seguro de algo si no tenía certezas de ello. Nunca había hecho nada por nadie, siempre alegaba que era joven. Su juventud era su máximo tesoro y siempre había apostado por aprovecharla, rechazar cadenas y ataduras. “Quién te ha visto y quién te ve”, pensó. Pues sí que podía estar seguro… mirando esos ojos.

En ese momento, mientras pensaba en esos ojos, comenzó a llover. Una fina lluvia caía sobre su cabeza. Una gran nube se paseaba por el cielo, imponente. ¿Sería una señal del destino? “De ser así- pensó-, ¿qué he de hacer para que el destino se entere de que ya dejé de creer en su palabra?

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