Un largo camino que hay que recorrer; desde ahora hasta el fin.

martes, 28 de julio de 2020

4 de diciembre.

 Hace hoy justo 41 años (en una coincidencia tristemente poética) el pueblo andaluz inundó las calles persiguiendo un objetivo: la defensa de nuestra autonomía con la fortaleza y el brío de una tierra vilipendiada durante siglos. Hoy, hostigados por el miedo y la incertidumbre, sucumbimos ante discursos plagados de odio y elegimos un remedio que -seguro- será mucho peor que la enfermedad. Un tropiezo histórico que no nos merecemos.
 Más allá de los resultados -lícitos- de unas elecciones que van a marcar el camino en nuestro futuro próximo e inmediato, lo que realmente contrasta y debería llevarnos a una profunda reflexión es algo aún más triste y peligroso que el odio y la discriminación (pues es causa y consecuencia de estos): la división de un pueblo condenado a no entenderse.
Feliz Día de Andalucía a TODO el pueblo andaluz. VIVA ANDALUCÍA LIBRE de odio.

Cuarentena

 Ahora que la quietud se ha afincado definitivamente en nuestras vidas pareciera que las inquietudes empiezan a surgir, como si permanecieran ocultas en una vigilante lobreguez al acecho de nuestras debilidades para emerger, violentas y certeras, al más mínimo indicio de indefensión. Al principio, el desconcierto de una coyuntura para la que no existen esquemas, daba paso a momentos de tristeza en los que esta, con su afilada cuchilla, llenaba puntualmente de cortes nuestra entereza. Ahora, pasadas apenas un par de semanas -extrañas y azules-, nos vemos abocados a un enfrentamiento directo contra el mayor temor: la soledad y su martilleo incesante. Nuestros pensamientos.
 Es bien cierto que durante años me negué en rotundo la posibilidad de ser frágil, de ser débil, de poder fallar. Y caí estrepitosamente en esta batalla inútil, pues no luchaba contra mis miedos: luchaba -exhausto e indefenso- contra la errada creencia de que perder cualquier batalla contra mis temores no tenía cabida entre las opciones. Y estuve mucho tiempo en silencio. Con el tiempo, ante tal indefensión, tendí a la inmovilidad y comencé a moverme al son de mis espantos. Poco a poco, estos pasaron de estar sobre mí, asfixiantes, a colocarse junto a mí. Ante tal alivio -casi lo llamaría despertar-, comencé a recobrar las fuerzas y comprendí la lección más importante de mi vida: mis miedos me acompañarán siempre, allá donde vaya. Y solo aceptándolos podré asumir que siempre cabrá la posibilidad de quebrarse. Esa maravillosa posibilidad. Solo queda construir en base a ellos.
 Ahora, estoy en silencio de nuevo. Pero un silencio obligado por la responsabilidad que todos tenemos como personas que compartimos un espacio. Y vuelvo a oírme tan alto como siempre, casi estridente a veces. Y lo estoy disfrutando como nunca. Ya que he entendido que si soy capaz de gobernar mi silencio, seré capaz de gobernar mi vida.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Emoción.

 Rara vez no descansa la emoción sobre un nombre, sobre un lugar, sobre una fecha. A veces, perdida en el infinito viaje de nuestros recuerdos, anda perdido el ticket de recibo de algún que otro crujir de estómago, de un repentino escalofrío, de un ligero temblor de piernas. Pero raudos viajamos hasta ella, sorteando obstáculos: nimiedades, papeles en blanco. Todo recuerdo está imprimido de emoción y toda emoción posee un sustento material que, lejos del concepto más generalizado de tal palabra, puede ser una persona, una brisa, un olor, el tacto de una superficie concreta, un lugar. Y aquí comienza la verdadera aventura de nuestra persistencia emocional, para bien o para mal: casi siempre perdemos el sustento, el lugar, el tacto, el olor, la brisa... Pero persiste la emoción subyacente. Y he ahí, en mi opinión, el detalle más significativo de la existencia humana: la emoción siempre sobrevive, y aceptar la fuerza arraigada y la resistencia del impulso orgánico es un paso de gigante hacia la sensatez y la coherencia para con nosotros. Jamás nadie me arrebatará la convicción de vivir la vida lo más cerca que me sea posible de la calidez y de la significación, pues ya suficiente terreno árido tenemos que pisar en estos tiempos como para secar también nuestras entrañas. Y aceptaré lo que venga y recordaré con gusto lo ya pasado pues ninguna experiencia emocional es en vano. Y trataré de guardar siempre los tickets para seguir acumulando experiencia. Rara vez no descansa la emoción sobre un nombre, sobre un lugar, sobre una fecha.

lunes, 6 de julio de 2015

 Fue como la ola que llega a la orilla: nacida para morir. Aquella noche, entendían mis ojos toda la espuma que preñaba el mar, blanca, burbujeante, inquieta, viva. La arena lucía como un enorme y dorado manto, y reposaba en mi piel delicada, suave, rasa, exquisita. Una brisa celeste entraba a mis pulmones, ensanchándome el alma, exhalando todos los pesares. Era mi cuerpo parte del paisaje, no
me limité a ser espectador: formé parte del engranaje, del enigma. Fui mar, arena, concha. Fui brisa, sal y luna.
 Y quise y quise y quise vestirme de aquel manto, beber de aquella espuma, henchirme de aquella brisa. Pero no fui perenne. Nunca lo fui. Nunca lo seré. Seré instante. Seré escalofrío.

martes, 30 de diciembre de 2014

De una nueva mañana.

 Miró el encorvado árbol que desde afuera le miraba, mientras perdía una de las pocas hojas que le quedaban.

Tuvo que hacer un ejercicio de agilidad para no espachurrar a un pobre caracol que trataba de llegar a un rosal cercano. Al recuperar el equilibrio, alzó la mirada y pudo ver, una vez más, aquella desvencijada casa de hormigón cuya tez amarillenta era síntoma de su extrema dejadez. De nuevo el sol caía y empujaba las manecillas, oscureciendo los limones que yacían putrefactos en la tierra seca. Debajo de la marquesina le embargó un profundo olor a humedad. Un viejo cuadro de una virgen cuyo nombre nunca se había parado a mirar le miraba sonriente desde una pared desconchada. Un enorme pesar empujó levemente su tronco hacia abajo, forzándole a reclinarse sobre una silla. Un enorme televisor de los años 90 descansaba sobre una mesa astillada, cubierto de polvo. Un negro silencio le zumbaba en los oídos como el rechinar de cien muebles pesados. Una gruesa puerta desconchada le invitaba a entrar en la negrura de la vieja casa. No quería hacer esperar a la desdicha, así que recorrió a oscuras el pasillo mientras sus muertos, colgados en marcos en la pared, le observaban desde otro tiempo. La cama acunó su cuerpo mientras sus muelles entonaban la misma melodía de cada noche. El techo y su uniforme colorido de distintos tonos de blanco le sumergieron en una espiral de sensaciones contradictorias.

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Un sol vigoroso palmeó su cara con fuerza, arrancándole de un profundo sueño. El techo había recuperado algo de su color blanco habitual. Recorrió el pasillo y sus muertos parecían esbozar una sonrisa tranquilizadora desde sus marcos suspendidos. La puerta dejaba entrar un resplandor blanco que inspiraba calidez. El olor a humedad de la marquesina se había esfumado ligeramente, dando paso a un agradable olor a jazmín que emanaba de un macetero cercano. Una sensación de vitalidad le elevaba tres centímetros por encima de su estatura habitual. Se sintió arropado por la familiaridad del antiguo cuadro de la virgen, del viejo televisor cubierto de polvo, del ajetreo de las gallinas que revoloteaban en el gallinero y del peculiar canto de las tórtolas.

Miró el árbol, más erguido esa mañana, que le saludaba con una de sus ramas de la que parecía brotar una nueva y esperanzadora hoja de un intenso color verde. Verde como aquella mañana.


miércoles, 12 de marzo de 2014

"Hoy son recuerdos, recuerdos".

  Aún recuerdo frondoso el cañaveral y maduras las granadas sobre el suelo, con las tripas fueras. Los días inmóviles, el tiempo lento y pesado de la tarde que moría en el ocaso de un sol que se escondía sorteando la otra banda: el ritmo era anestesiado a partir de los eucaliptos. Una amalgama de verdes comenzaba a brotar en un terreno árido y los niños mordíamos la vinagreta para sentir el sabor ácido de una tierra de sentimientos confusos. El grano marrón olía a alegría pero también rezumaba una oscuridad que evocaba tiempos muy antiguos.

  Una vieja bicicleta oxidada descansaba contra una pared de granito y un ardiente techo de uralita hacía las veces de paso elevado para los gatos. Una encorvada higuera chorreante de resina daba sombra a la ropa que bailaba en el tendedero. Un balón pinchado se consumía al sol sobre una astillada mesa de madera. Todo era viejo y decadente pero reconfortaba como los arrugados brazos de un abuelo.


  ¿Y qué si una tierra seca y muerta es todo lo que necesito?

viernes, 20 de diciembre de 2013

De cómo corrí hacia mi verdad.

 Un día me sentí fatigado y decidí sentarme en un piedra revestida de musgo a descansar brevemente mis entumecidas piernas. El camino se me antojaba tan largo y y difícil de andar que incluso había olvidado que ni siquiera sabía hacia dónde me dirigía. Alguien o algo me habría espoleado con su fusta en el costado con tal fiereza que mis pies caminaban casi por inercia. En un principio corría con brío e intensidad, incluso me atrevería a decir que me sentía motivado para ello y saludaba alegremente con la mano a las personas que dejaba atrás. Les aseguraba que tenía que marcharme. Luego aminoré mi marcha pues quedaba ya lejos el sitio donde solía vivir. Finalmente me hallé ante un inmenso espacio vacío. No había agua y tenía sed. No había comida y estaba hambriento. Aún corría pero ya no brillaba en mis ojos la ilusión. Brotaba de mis poros unas frías gotas de desaliento. Un escalofrío casi me hizo perder el equilibrio, pues mis tobillos apenas soportaban ya el peso de mi carga vacía. Y entonces fue cuando decidí sentarme en aquella roca de verde vestimenta. Allí me recosté. Fue una buena idea parar. Me sentí vulnerable en aquel lugar desolado y desconocido y recordé que había comenzado a correr para buscar un sustento y me hallaba desnutrido y exhausto. Empecé a encontrarme realmente enfermo. Un sudor frío bañaba mi sucia frente. Lloré desconsoladamente mientras recuperaba el aliento, cogiendo con bravura cada cosa que en el pasado me perteneció. Esas cosas que había dejado atrás inútilmente. Una a una las fui arrojando al suelo con despecho. Me sequé las lágrimas y miré todas las cosas que ahora yacían en el suelo. Había agua y había comida. Había ilusiones y había esperanza. No lo pensé un solo instante: me bebí hasta la última gota y disfruté cada bocado de todo a lo que había renunciado. Y volví a recuperar las fuerzas. Mire hacia atrás y el largo camino de vuelta a casa ahora quedaba a unos pocos pasos. Y andando, con tranquilidad y paz, llegué de nuevo a casa y compré un enorme zurrón donde depositar todas mis cosas, aquellas que había perdido voluntariamente para correr hacia ningún lugar. Aquellas que, irónicamente, me habían salvado la vida cuando me sentí agónico.


 Desde entonces no he vuelto a correr. Paseo con mi enorme zurrón y en su interior guardo mi ilusión, esperanza y alegría a buen recaudo. Las manos bien abiertas para que puedan tomarlas quien lo desee y el corazón, acerado, como candado de mi macuto.