Un día me sentí fatigado y decidí
sentarme en un piedra revestida de musgo a descansar brevemente mis
entumecidas piernas. El camino se me antojaba tan largo y y difícil
de andar que incluso había olvidado que ni siquiera sabía hacia
dónde me dirigía. Alguien o algo me habría espoleado con su fusta
en el costado con tal fiereza que mis pies caminaban casi por
inercia. En un principio corría con brío e intensidad, incluso me
atrevería a decir que me sentía motivado para ello y saludaba
alegremente con la mano a las personas que dejaba atrás. Les
aseguraba que tenía que marcharme. Luego aminoré mi marcha pues
quedaba ya lejos el sitio donde solía vivir. Finalmente me hallé
ante un inmenso espacio vacío. No había agua y tenía sed. No había
comida y estaba hambriento. Aún corría pero ya no brillaba en mis
ojos la ilusión. Brotaba de mis poros unas frías gotas de
desaliento. Un escalofrío casi me hizo perder el equilibrio, pues
mis tobillos apenas soportaban ya el peso de mi carga vacía. Y
entonces fue cuando decidí sentarme en aquella roca de verde
vestimenta. Allí me recosté. Fue una buena idea parar. Me sentí
vulnerable en aquel lugar desolado y desconocido y recordé que había
comenzado a correr para buscar un sustento y me hallaba desnutrido y
exhausto. Empecé a encontrarme realmente enfermo. Un sudor frío
bañaba mi sucia frente. Lloré desconsoladamente mientras recuperaba
el aliento, cogiendo con bravura cada cosa que en el pasado me
perteneció. Esas cosas que había dejado atrás inútilmente. Una a
una las fui arrojando al suelo con despecho. Me sequé las lágrimas
y miré todas las cosas que ahora yacían en el suelo. Había agua y
había comida. Había ilusiones y había esperanza. No lo pensé un
solo instante: me bebí hasta la última gota y disfruté cada bocado
de todo a lo que había renunciado. Y volví a recuperar las fuerzas.
Mire hacia atrás y el largo camino de vuelta a casa ahora quedaba a
unos pocos pasos. Y andando, con tranquilidad y paz, llegué de nuevo
a casa y compré un enorme zurrón donde depositar todas mis cosas,
aquellas que había perdido voluntariamente para correr hacia ningún
lugar. Aquellas que, irónicamente, me habían salvado la vida cuando
me sentí agónico.
Desde entonces no he vuelto a correr.
Paseo con mi enorme zurrón y en su interior guardo mi ilusión,
esperanza y alegría a buen recaudo. Las manos bien abiertas para que
puedan tomarlas quien lo desee y el corazón, acerado, como candado
de mi macuto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario