Un largo camino que hay que recorrer; desde ahora hasta el fin.

viernes, 20 de diciembre de 2013

De cómo corrí hacia mi verdad.

 Un día me sentí fatigado y decidí sentarme en un piedra revestida de musgo a descansar brevemente mis entumecidas piernas. El camino se me antojaba tan largo y y difícil de andar que incluso había olvidado que ni siquiera sabía hacia dónde me dirigía. Alguien o algo me habría espoleado con su fusta en el costado con tal fiereza que mis pies caminaban casi por inercia. En un principio corría con brío e intensidad, incluso me atrevería a decir que me sentía motivado para ello y saludaba alegremente con la mano a las personas que dejaba atrás. Les aseguraba que tenía que marcharme. Luego aminoré mi marcha pues quedaba ya lejos el sitio donde solía vivir. Finalmente me hallé ante un inmenso espacio vacío. No había agua y tenía sed. No había comida y estaba hambriento. Aún corría pero ya no brillaba en mis ojos la ilusión. Brotaba de mis poros unas frías gotas de desaliento. Un escalofrío casi me hizo perder el equilibrio, pues mis tobillos apenas soportaban ya el peso de mi carga vacía. Y entonces fue cuando decidí sentarme en aquella roca de verde vestimenta. Allí me recosté. Fue una buena idea parar. Me sentí vulnerable en aquel lugar desolado y desconocido y recordé que había comenzado a correr para buscar un sustento y me hallaba desnutrido y exhausto. Empecé a encontrarme realmente enfermo. Un sudor frío bañaba mi sucia frente. Lloré desconsoladamente mientras recuperaba el aliento, cogiendo con bravura cada cosa que en el pasado me perteneció. Esas cosas que había dejado atrás inútilmente. Una a una las fui arrojando al suelo con despecho. Me sequé las lágrimas y miré todas las cosas que ahora yacían en el suelo. Había agua y había comida. Había ilusiones y había esperanza. No lo pensé un solo instante: me bebí hasta la última gota y disfruté cada bocado de todo a lo que había renunciado. Y volví a recuperar las fuerzas. Mire hacia atrás y el largo camino de vuelta a casa ahora quedaba a unos pocos pasos. Y andando, con tranquilidad y paz, llegué de nuevo a casa y compré un enorme zurrón donde depositar todas mis cosas, aquellas que había perdido voluntariamente para correr hacia ningún lugar. Aquellas que, irónicamente, me habían salvado la vida cuando me sentí agónico.


 Desde entonces no he vuelto a correr. Paseo con mi enorme zurrón y en su interior guardo mi ilusión, esperanza y alegría a buen recaudo. Las manos bien abiertas para que puedan tomarlas quien lo desee y el corazón, acerado, como candado de mi macuto.

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