Aún recuerdo frondoso el cañaveral
y maduras las granadas sobre el suelo, con las tripas fueras. Los
días inmóviles, el tiempo lento y pesado de la tarde que moría en
el ocaso de un sol que se escondía sorteando la otra banda: el ritmo
era anestesiado a partir de los eucaliptos. Una amalgama de verdes
comenzaba a brotar en un terreno árido y los niños mordíamos la
vinagreta para sentir el sabor ácido de una tierra de sentimientos
confusos. El grano marrón olía a alegría pero también rezumaba
una oscuridad que evocaba tiempos muy antiguos.
Una vieja bicicleta oxidada
descansaba contra una pared de granito y un ardiente techo de uralita
hacía las veces de paso elevado para los gatos. Una encorvada
higuera chorreante de resina daba sombra a la ropa que bailaba en el
tendedero. Un balón pinchado se consumía al sol sobre una astillada
mesa de madera. Todo era viejo y decadente pero reconfortaba como los
arrugados brazos de un abuelo.
¿Y qué si una tierra seca y muerta
es todo lo que necesito?
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